Archive for the ‘narrativa’ Category

Componiendo un Corazón (Mending of a Heart)

agosto 18, 2008

Generalmente no suelo citar textos ajenos, o publicar textos ajenos completos sino que elaborarlos yo. Son muy pocas las veces que lo hago, pero cuando lo hago es porque la totalidad de ese texto me ha llamado por demás la atención, o me ha provocado algo en especial.

Este texto, cuyo idioma original es el inglés, se titula «Mending of a Heart» («Componiendo un Corazón» o «Reparando un Corazón»).


El texto original:

«A few weeks ago a very dear friend of mine had his heart broken to the tiniest bits in the most callous & cruel manner…

The sheer agony in his voice made me cry… it is something we have all felt.. the pang of physical pain that comes with being hurt & betrayed by the person one has decided to give everything to.

The betrayal does not have to be physical in nature…. it doesn’t have to be outright cheating for the heart to break… heart break comes from emotional violation. It happens after you have let all your guard down, moved those walls to let one person in. THAT one person; the one you think of first thing in the morning, the one that makes you smile for no real reason when you are alone with your thoughts, the one that makes you laugh, the one that can fix anything by just being there.

This one person that appeals to your subconscience so much that you without thinking go against your own experience and self preservation mechanism and accomodate them in your emotional being.

It isn’t about finding out that the person isn’t all that (you probably gave them too much credit anyway & deitified them more than you should have… but then you knew that when you were doing it) … they weren’t all that when you met them… it is about realising that all of a sudden your own state of well being, either physical or emotional, is linked to another person and that the person doesn’t feel the same way…

When you realise that you will never be ALL that to the other person that you gave nearly everything to… that is when your heart breaks…

The upside… you can only mend it when it is broken.. before that you are just in a state of limbo, waiting & hoping that things will change…»

La traducción, hecha por mi:

«Hace algunas semanas atrás rompieron el corazón de un muy querido amigo a los más pequeños pedacitos, de la manera más insensible y cruel…

La fina agonía en su voz me hizo llorar… es algo que todos hemos sentido… la punzada del dolor físico que viene con el ser herido y traicionado por esa persona a la que hemos decidido darle todo.

La traición no tiene que ser física en naturaleza…. no tiene que ser un engaño para que el corazón se rompa… la ruptura del corazón viene de una violación emocional. Ocurre cuando has bajado toda tu guardia, movido todos esos muros para dejar entrar a una persona. ESA única persona; esa que es tu primer pensamiento en la mañana, esa que te hace sonreir sin motivo real alguno cuando estas sólo con tus pensamientos, esa que te hace reir, esa que puede arreglar todo con solo estar ahí.

Esta única persona que llama a tu subconsciente tan fuertemente que sin pensarlo vas contra tu propia experiencia y mecanismos de auto preservación y le acomodas en tu ser emocional.

No es el descubrir que esa persona no es todo eso (probablemente, igual le diste mucho crédito y le endiosaste más de lo que deberías… pero eso lo sabías cuando lo estabas haciendo)… no era todo eso cuando le conociste… esto es de darse cuenta de golpe que tu estado de bienestar, tanto físico como emocional, está conectado con otra persona y que esa persona no se siente de la misma manera…

Cuando te das cuenta que tu nunca serás TODO para esa persona a la que tu practicamente le diste todo de ti… ahi es cuando tu corazón se quiebra…

Y lo de arriba… sólo puedes repararlo cuando está quebrado… antes de eso solo estas en un estado de limbo, esperando y deseando que las cosas cambien…

Me llegó, mucho. Quizás por circunstancias actuales, quizás por muchas circunstancias pasadas que todavía dejan algunas esquirlas en mi interior. Quizás una mezcla de ambas. Por ahora, yo creo que volveré a lo que hasta ahora había funcionado (en medida de seguridad) que era el enfocarme en otras cosas más racionales, y «cerrar esos muros» otra vez.

Autora original: amishi
Traducción: Caballero de la Palabra

¡Al Campo de Batalla!

marzo 20, 2008
El momento había llegado. Tras de mi, casi eran incontables aquellos que me acompañaban en mi objetivo. Habran sido cientos, que se yo. Y frente a nosotros, otros cientos estaban totalmente preparados para ir en el objetivo exactamente opuesto. Probablemente ambos bandos perderían muchos de sus integrantes en el desarrollo del proximo evento. Muchos se perderían al iniciar, otros en el intertanto, y pocos lograrían llegar sin contratiempos al objetivo que nos habíamos fijado, cada uno de nosotros.

El campo estaba listo. Ellos, nosotros, y una gran brecha vacía entre ambos lados. Frente a frente, concentrados al 100% en alcanzar la meta deseada. Solo faltaba la señal.

Una brisa corrió. Se extrañó la bola de espinos que diera más caracter a la situación, pero no siempre se puede tener todo.

Y ahí apareció. La señal que daba inicio a la campaña.

Como una sola gran masa, comenzamos nuestro caminar. Nuestros opositores hicieron lo mismo. Paso a paso, el suelo retumbó. Nuestras manos aferraban fuertemente aquello que cargaban, y se aprestaban al momento del gran choque, para evadir a los contrarios y vencer. Bum, bum, bum, bum, resonaban las pisadas, y finalmente los dos cabecillas nos encontramos frente a frente. Apenas y pude evadir la colisión, y adentrarme entre el mar humano que frente a mi se divisaba. De reojo pude percibir como algunos de mis compañeros eran detenidos por los adversarios, desviados e inclusive, devorados por la horda que enfrentaban. Me incliné lado a lado, me agaché, frené y avancé, evadiendo cual danza coreográfica a mis rivales uno tras otro. Era mi única oportunidad; si fallaba, mi vida podría quedar altamente en peligro.

Sólo un poco más. Sólo unos pasos más…

El último adversario parecía estar dispuesto a impedir que alcanzáramos nuestro propósito. Se zigzagueó deteniendo nuestro avance, e inclusive hizo relucir una de sus herramientas, quizás para atemorizarnos. La señal de lucha comenzaba ya a desaparecer, y pronto vendría el cese de la batalla. Tres pasos, dos… uno…

¡Listo!

Lo había conseguido. Celebré mi victoria en silencio, tras la agotadora tarea. A mi lado, y tras de mi, algunos de mis compañeros me alcanzaban, probablemente tan cansados y alegres como yo, tras la victoria obtenida. Pero no habría mucho tiempo para celebrar, pues otra batalla se nos presentaba en un costado.

La señal venía otra vez…


…la luz verde, nos indicó que podíamos cruzar la calle, otra vez, ahora en la calle lateral.

Una batalla sin final.

enero 13, 2008
El siguiente es un pequeño texto que se me está viniendo a la mente a la hora que tipeo esto… y que no sé como resultará. El resultado (valga la redundancia) lo sabremos, tanto tu estimado/a lector/a como yo, una vez que llegue a la última línea o me detenga de escribir… y todo eso, está en «Leer Más».

No supe como pasó. No supe tampoco en que segundo se comenzó a hilar todo, para finalmente tenerte frente a mi, a mi lado, a solo un abrazo de distancia, solos tu y yo. Mi corazón latía tan aceleradamente que dificilmente pude seguirle el ritmo. Mi sangre hervía en mi cuerpo como si fuese a explotar por los poros, o a salir despedida cual volcán en tu presencia. Mis ojos, clavados en tu rostro, en tu cuello, en tus hombros, vivían una batalla campal deseosos de bajar desde tus hombros a tu pecho, tu cintura y tus caderas, batalla que sólo era detenida por la férrea razón que repetía para mis adentros, una y otra vez, «no ahora, no en este momento… y por Dios que me arrepiento de estar pensando esto». Tu sonrisa se develaba entre tus palabras y tras tus labios, al tiempo que mis manos se ocultaban bajo mi torso que se apoyaba en ellas, o en el pliegue del bolsillo donde, casi como enfundadas, las replegaba de ir hacia ti. Tu perfume, tu aroma, y tu aliento embriagaban mis sentidos y comenzaban a actuar cual sedante o cual licor, y mis defensas y la razón comenzaban a festinar con mi debilidad y a clamar, conjuntamente, «¡hasta cuando carajo vas a esperar!». Y entre palabras y palabras, mirándote a los ojos, y tu con tu mirada provocativa clavada sobre los mios, las cadenas de mi control se resquebrajaron en mil pedazos, y casi como un cazador que encuentra a su presa, mis manos, mi cuerpo y mis labios se «abalanzaron» sobre ti. En menos de diez segundos, tus manos eran capturadas y sometidas por las mías, tus labios silenciados por mis besos, y tu vientre se agitaba y comprimía mezcla de la sorpresa y el placer. En menos de quince segundos tus manos se liberaron de mi, y arrancaron mi camisa quitándole toda oportunidad de alguna vez soñar con portar botones otra vez. A los veinte segundos, mis dientes se convirtieron en expertas tenazas y pinzas, que arrancaron casi quirúrgicamente los botones de tu blusa, develando frente y cerca a mis ojos tu pecho oculto tras aquella negra ropa interior que tanto me provocaba (y lo sabías), y me invitaban a sumergirme entre ellos y entre su calor y su perfume.

Pude notar como, cuando cedí a dicha invitación, tu mentón se elevó hacia el cielo y tu rostro se inclinó hacia el muro. Pude notar también como tu cuello era, en ese segundo, presa fácil de una mordida o un beso, e inclusive un deleite de mi lengua. Mas era una decisión dificil, elegir entre tu cuello y quedarme entre tus pechos… con la meta de infiltrarme tras su última defensa textil. Y no tuve mucho tiempo para decidirme: tus manos, libres por completo de mi captura, se sumergían entre mis cabellos y los apresaban entre tus dedos, forzándome (y sin que opusiera resistencia alguna) a cumplir mi rol de cuasi-espía, e infiltrarme en la intimidad de tu regazo, como si tu corazón me hubiese querido susurrar al oído. Así, besé cada uno de tus pechos milimétricamente, recordando en mis labios cada centímetro de su piel, de su forma, de su tibieza y de su dulzura. Hice mías las cumbres de ambos, y los coroné con una fresca brisa que desató un pequeño huracán en tus labios.

Como una ola sorprende al descuidado bañista, tu fuerza y energía desatada me sorprendió a mi. Casi como si fuera una hoja de papel, me empujaste a tu costado e inmediatamente fuiste tu quien estaba ahora sobre mi. Tus pechos desnudos me apuntaban, y me llamaban a volver a ellos, mas tus manos y tu sonrisa picaresca me negaban tal acción, provocado tu risa ante mi frustrada empresa. Consciente de que ahora era captivo, y no captor, decidí observar y someterme a lo que tu decidieras, buscando el momento de recuperar mi sitial, o abandonarme a la seducción de tu captura. Irónicamente, mi captora me liberaba del cinturón que atrapaba mis jeans, celebrando una fiesta de independencia al derrocar el reinado del botón y el cierre, reemplazándolo por el de tus largas y cuidadas uñas, y tus manos. Y por lo visto, no fue solo en mi que se desató aquella revolución; tu ejército conquistador también decidió hacer causa común con tus jeans, y removerles de la misma tiranía. Y a la vez se potenciaron: no sólo derrocaron al gobierno de turno, sino que quitaron las banderas de mezclilla nacional, alzando las de la nueva República de la Piel Desnuda. Apenas y pude percatarme que no solo te posesionaste del país mezclilla, sino también de sus respectivas capitales interiores. A duras penas soportaba (si, como no) el castigo (¡ja!) al que era sometido (seguramente), cuando, no contenta con toda la revolución por ti desatada, quisiste además conquistar la libertad de mi ejército, envolviéndola en la suavidad y calor de tu tropa. Ahora era yo quien reclinaba el rostro hacia el muro y el mentón hacia el cielo, mientras tu risa entrecortada por suspiros se burlaba de mi sumisión a tu campaña.

No podía seguir así. Era hora de poner órden en aquella situación.

Raudamente me levanté, haciendo gala de mis abdominales, y atrapé a la invasora entre mis brazos, estrechandola contra mi piel. Sorprendida, tu rostro y tus suspiros se acrecentaron cuando no sólo te estreché, sino que me puse de pié contigo en mis brazos, fundida tu piel con la mía. No sé cuantos erúditos autores se desplomaron al piso en mi camino contigo hacia la ducha, ni cuantas filosóficas teorías se dieron de bruces en mi casi desbocado caminar, ni me importaba realmente. Sólo sentía como tus manos se clavaban en mi espalda para no soltarse ni caer, y como tus piernas se cruzaban tras mi cintura de una forma que ni el mejor koala podría imitar. Afortunadamente para la cortina de mi baño, desde antes de tu llegada se encontraba ya arriada, por lo que pudo escapar del vendaval que éramos nosotros dos. Sentí como tu piel se estremeció contra las frías cerámicas que cubrían el muro. Y me contagié en parte de ello, pero rápidamente, besando tu cuello, suspirando en tu oido, y estrechando tus caderas con mis manos, fueron las cerámicas quienes ahora se estremecieron de calor ante nosotros. Besé tu cuello, y tracé la ruta a tus labios con la punta de mi lengua, así como el camino alternativo a tus hombros, tu espalda, y tu pecho. Tus piernas subían y bajaban por mis caderas y mi espalda, causando, colateralmente, que una tibia lluvia cayera sobre nosotros, rodeando de húmedo vapor nuestros ya húmedos y sudados cuerpos. Besos iban, mordidas venían; mis manos estrecharon tus glúteos, y las tuyas los míos. No sé cual de nuestras respiraciones estaba más agitada. Inclusive creo que estaban fundidas en una sola. Parecía casi como si hubiéramos terminado de correr una maratón eterna, luchando codo a codo por ganar. Tu tibio aliento humedecía mis labios, mientras las gotas de la tibia lluvia salpicaban los tuyos. Mi aliento te imitaba. Y de pronto, tan rápidamente como comenzó esta batalla, nuestras miradas izaron dos banderas blancas no de paz, sino de tregua. Y como toda tregua, merecía una celebración, una reunión entre ambos estados. Yo estaba en ti, pues tus fronteras me permitieron el libre paso hacia tu ser. No más alientos fuertes, no más respiraciones tensas, no más uñas marcadas sobre mi espalda. Mis brazos ahora no te atrapaban, sino que te rodeaban. Tus piernas ya no luchaban con mis caderas, sino que se sumaban a su rítmico movimiento. Los suspiros ahora eran variados, desde muchos hasta pocos, desde bajos hasta altos. La tibia lluvia seguía cayendo, y junto con ella, fuimos descendiendo hasta llegar al lago que ya se había formado tras la previa tempestad. Con mis brazos a tus costados, te observé cara a cara, y mis caderas retomaron el ritmo que antes habían establecido. Las tuyas quisieron oponerse y plantearon una nueva sinfonía, que gustoso quise acompañar. Tus manos acariciaron mi pecho, mientras yo, con mis ojos cerrados, percibía tu tacto en mi piel, completamente.

Doblé mis brazos y me apoyé sobre mis codos, para liberar mis manos y acariciar tu rostro. Tu piel, suave y tersa, invitaba a mis palmas a posarse sobre ella, acariciando tu mojada cabellera y tus perfectas mejillas. Y el ritmo continuaba, la sinfonía se acercaba ya a su clímax. Rodamos sobre aquel lago una y otra vez, tu sobre mi, yo sobre ti. Nos sentamos, me diste la espalda, nos situamos frente a frente, nos apegamos como si solo hubiera un lugar donde teníamos que permanecer los dos juntos. No necesitábamos vernos la cara para saber como estaba el otro. No necesitábamos vernos los ojos para saber el éxtasis de cada uno, aún cuando al vernos a la cara nuestro éxtasis estallaba y se desbordaba. Perdí la cuenta de los minutos y las veces que nuestro encuentro parecía cesar, y se reiniciaba.

Poco a poco, tanto tú como yo, comenzamos a sentir el cansancio y las últimas fuerzas de las incontables batallas sucedidas. Era la hora de finalizar la guerra (al menos de ese día) y decidir al vencedor. Muchas veces estuviste a punto de derrotarme. Muchas veces te derrotaba yo, pero tenías la ventaja que esas pequeñas derrotas no eran ni un ápice de la real derrota a la que debía (y quería) hacerte llegar. Y, casi como un silencioso tratado y acuerdo en la intimidad, juntamos nuestras bocas y entrelazamos nuestras lenguas, al mismo tiempo que en el puente que nos unía, se sellaba la paz al mismo tiempo (por ese día). Los suspiros ya no eran ni aguerridos, ni tampoco confundidos; ahora eran suaves y tranquilos. En tu rostro se dibujó una sonrisa, y tus dedos, ahora ya veteranos conquistadores, se sumergieron nuevamente en mis cabellos pero con cuidado y suavidad, mientras apoyabas tu rostro y tu cabeza sobre mi hombro y mi pecho. Mis brazos te cobijaron, y nuestras piernas se entrelazaron. La tibia lluvia no cesaba de caer, y nos invitaba casi a un profundo sueño, el cual no quisimos conciliar. Nos miramos a la cara, y sin palabras nos amamos y nos besamos, casi tanto como hacía pocos minutos atrás.

Por una ventana y entre el vapor que nos rodeaba, los primeros rayos del alba se asomaron. Como si fuera el final de una película, un coro de gorriones recibía el nuevo día, y celebraba nuestra conjunta victoria. Y al mismo tiempo, en nuestros cuarteles generales, nuevas estrategias eran trazadas en una silenciosa «guerra fría», donde la recién pactada tregua no era otra cosa sino una pausa… Una pausa, en esta hermosa y permanente guerra, donde como fuera éramos victoriosos los dos.

***

Bueno pues, esto es lo que salió… espero que les guste =p. No es lo habitual que escriba, pero tengo algunos textos de este tipo. Ojalá que comenten harto, me serviría para mejorar mis escritos y mis «voladas», jeje. No necesitan tener blog o página para ello, ni siquiera «identificarse» si no lo desean… mas su opinión me es por demás útil y provechosa. Espero la compartan conmigo =).

Saludos a todos quienes pasen por acá, y en especial a los que comenten y firmen!

El Descanso de un Caballero: Su Armadura.

septiembre 6, 2007
Luché miles de batallas, a veces una tras otra sin cesar, otras por largos periodos de tiempo intercalados, y otras esporádicas que sabía pronto iban a pasar. Mi armadura, forjada con las experiencias de la vida y con el resultado de todas aquellas batallas, se endurecía y fortalecía cada vez más luego de superar aquellos enfrentamientos, o era sometida a intensas desabolladuras cuando los golpes llegaban a ser lo suficientemente certeros y profundos como para dañarla. Aún así, me protegió en todo momento de todo ataque a recibir, de toda situación a enfrentar, y por todos los frentes por los cuales dichos ataques pudieran llegar. Con su cobertura, la fuerza de un Caballero aumenta, su poder se incrementa, y su resistencia se hace practicamente impenetrable. Con su protección, no existe batalla que no pueda ser superada.

Pero por otro lado, de la misma forma que es resistente y prácticamente impenetrable, también puede tornarse muy pesada y asfixiante. Aquel segundo en que sus defensas son insuficientes y son traspasadas, deja de ser un escudo y pasa a ser una carga, un peso que dificulta toda acción, y que ralentiza toda reacción o respuesta ante la situación enfrentada. En ese momento, la tan valorada protectora del Caballero no es sino quizás su peor enemiga o mayor rival, pues es el lastre que le obliga a enfrentarse a si mismo y removerse dicha armadura, con el consiguiente riesgo a la vulnerabilidad que ello implica.

Pero… ¿por qué una armadura? ¿Que es aquello que tanto debemos proteger, como para necesitar una armadura que proteja, y que necesitamos que cada vez se refortalezca, una y otra vez? La respuesta es muy sencilla: al Caballero que se encuentra en su interior.

Un Caballero es aquel que porta en sus manos la espada de su lucha, de sus deseos, sueños, objetivos y metas a cumplir; aquel que talla en su espada cada cosa por la cual siente que debe luchar, o cada persona por la cual está dispuesto hasta «la vida» entregar. Un Caballero es aquel cuyo corazón arde de fuerza y está envuelto por la flama de la decisión y la convicción, de luchar por sus ideales, sueños y objetivos sin cesar, aún cuando la energía se le pueda acabar. Es aquel que también porta el escudo de su voluntad, de su seguridad, aquel que le proteje, junto a su armadura, de cualquier resistencia o embate enemigo en su camino a alcanzar sus objetivos. Pero a la vez, un Caballero es aquel que siente, sufre, se daña y se impone por sobre de su dolor en pos de proteger a sus seres más queridos, y a lo más querido que tiene en su interior. Es también aquel que tras toda su armadura, espada, escudo y capa, es un humano más, tan vulnerable como cualquiera y con tantos sentimientos, emociones e impulsos como cualquiera que no porte una armadura, y cuyo Talón de Aquiles no es otro sino su propio corazón. Y cuando este queda expuesto o sus secretos revelados por otro corazón, que posea o no su propia armadura, o revelados por la mirada suave, tierna y cálida de quien sabe a través de los ojos de aquel Caballero hasta a su alma llegar, no existe armadura capaz de protegerlo pues han llegado al núcleo de su ser, en el mismo minuto en que silenciosamente ruega porque aquella persona cuide de aquello que tanto intenta proteger.

Alohran Leonheart.-

Silenciosa eterna compañía.

septiembre 4, 2007

Me pregunté alguna vez, dentro de ese cálido hogar que me albergaba, que era aquello que sentía junto a mi, aparte de mi cómodo colchón cálido y de la suave melodía que oía a mi madre cantar en su interior. Me preguntaba que era aquello que sentía cuando las voces de mi familia se silenciaban o cuando Mamá dormía, pero que seguía junto a mi. Me pregunté también que era aquello que, cuando fuí sacado sin aviso previo (y tras incontables barreras) de mi hogar durante tanto tiempo, estaba junto a mi, mientras desesperado lloraba clamando por mi antiguo colchoncito y la dulzura de mamá… aquello que estaba junto a mi, incluso cuando volví a estar junto a ella.

Con el pasar del tiempo, fui notando día tras día que en mi muchas cosas cambiaban. Pero aún así, aquello que estuvo conmigo desde el primer momento seguía estando junto a mi. Cuando subía un resbalín, cuando pataleaba por conseguir algo, cuando reía, cuando jugaba, o cuando iba al colegio, siempre estaba ahí, conmigo. De día, de noche, era indiferente, su presencia siempre se mantuvo constante junto a mi.

Con el pasar de los años, nuevas vivencias y momentos vinieron. Nuevos aprendizajes, nuevos amigos, nuevas peleas y momentos tristes, también. Largas horas de estudio, de manualidades y trabajos varios, pruebas que rendir, problemas que enfrentar, alegrías que vivir. Día a día, mi vida se nutría de nuevas experiencias y conocimientos, que comenzaban a esculpir en mi interior las que serían las raices y cimientos de mi futura persona, a través de lo que me entregaba mi familia, amigos, profesores y tantos otros, en el cotidiano vivir. Y además, junto a ellos, siempre presente y junto a mi, aquel algo no identificado también esculpía junto a mi.

Vinieron también los amores… y con él las alegrias, las desiluciones. Cuando el corazón se llenaba de regocijo, o cuando lo embargaba la tristeza ahogándolo en lágrimas, aquel desconocido compañero siempre estaba ahí, en todo momento al «pié del cañón», con su mano tendida en apoyo o, a través de su silencio, diciendo un «estoy contigo». Juntos enfrentamos muchas veces este extraño camino que presenta el amor.

Hasta aquel día, en que, tras una serie de decisiones erradas, y de mucha rabia y dolor, sin saberlo le ataqué duramente, y le dañé sin compasión.

Desde aquel día su presencia se hizo menos notoria, o quizás su tristeza fue quien se hizo notar. Desde aquel día, su compañía no era la misma, y en su anonimato me impedía saber como reparar aquel error que yo había cometido sin pensar. Y cuando me di cuenta de aquello, le comencé a buscar; de una vez por todas, le tenía que identificar, para poderme disculpar.

Viajé por muchos rincones de mi vida y de mis recuerdos y memorias. Viajé también por muchas calles y ciudades, buscando alguna pista que me llevara a su identidad y paradero. Viajé en vigilia y viajé en sueños, buscando conocerle, y clamando desde mi interior que por favor me perdonase, pues le extrañaba y le necesitaba más que nunca, en los caminos que había decidido emprender y enfrentar. Pero por más que le busqué, no pude encontrarle, aun cuando buscara por doquier. Por lo que finalmente, me di por vencido.

Me levanté como cualquier otro día, pero algo más desganado y con una opresión en mi pecho. Caminé a regañadientes hacia la ducha, para comenzar otro rutinario día más. Me incliné sobre el lavamanos, y eché a correr el agua… Fría, revitalizante, la atesoré en las palmas de mis manos como una pequeña fuente artificial, y vertí su cristalino contenido sobre mi rostro, lo que me hizo despertar. Al abrir los ojos, me llevé la mayor de las sorpresas: ahí estaba, junto a mi otra vez, la tan extrañada compañía que conmigo estuvo incluso antes de nacer. Y más aún: entendí ese mismo día que aquello que siempre quise comprender que era, que siempre estuvo junto a mi, no era sino otra cosa que mi propio ser. Aquello que nos acompaña y acompañará eternamente, en salud y enfermedad, en compañía o en soledad, en alegría y en tristeza, y aquello a lo que siempre se le debería ser leal: a uno mismo. En ese minuto entendí que, aquella silenciosa eterna compañía, sería sin duda alguna mi mejor y principal aliado, mientras yo le respondiera de la misma manera y con la misma lealtad.


Alohran Leonheart.-

La última vez.

agosto 6, 2007
Creo que aquel fue el viaje más largo de mi vida. Más que nunca, llevaba un exceso de puntualidad en mi recorrido. Era sábado, durante la hora de almuerzo… hora en que muchos regresan a sus hogares después de terminar su jornada laboral. Iba decidido, no iba a dar pie atrás. El dolor era tan marcado y profundo que no existía en mi cabeza otra cosa sino un «hasta aquí no más, no estoy para el hueveo de nadie». Para rematar, la micro estaba excesivamente llena, por lo que me tuve que ir de pie… El viaje, de por sí, ya se hacía más largo y tedioso.

En la mitad del trayecto, un agregado se sumó a la tan desagradable travesía. Un «taco» de proporciones se dió cercano a la segunda rotonda en el camino, y el tiempo estancados solo ayudó a que mi rabia y molestia se acrecentara. Diez minutos después, superada esa barrera, mi celular sonó. Creo que nunca odié más una llamada por celular que aquella, en que me avisaste que de por si estabas atrasada… y que además te atrasarías una hora más, porque estabas con tus amigas y ellas no querían que te fueras hasta más tarde, a lo cual tu accediste.

O sea, no solo yo iba adelantado, sino que además tu venías (voluntariamente) atrasada. Re bien.

Creo que fue la hora y veinte más largas que haya vivido en años, sino en toda mi vida. Esperar minuto a minuto tu llegada, para más encima tener que enfrentar un momento tan desagradable. La furia que me embargaba era máxima, como solamente pocos me han visto y como quizás pocos más me verán. Pero aún así, esperé los dichosos 80 minutos (casi un partido de fútbol…) hasta que, con una breve llamada a mi celular, avisaste que ya llegabas.

«Listo, esto ya fue la guinda de la torta. A la mierda con esto, aquí se termina todo.»

A lo lejos, un pequeño punto amarillo se divisaba en el horizonte. Indudablemente, ahí venías tu. Ya con el discurso preparado, para mandar todo al carajo ahí mismo e irme, esperé tu descenso del transporte colectivo en que venías. Y vi tu pié, tu pierna, y luego todo tu cuerpo descender.

Y te bajaste del bus. Y junto contigo, se bajó mi furia. Y en un abrir y cerrar de ojos, toda cuanta furia pudiera yo sentir se transformó en el más profundo amor y deseo de que nada de lo que nos convocaba a reunirnos ese día estuviera pasando, que todo hubiera sido solo otra pelea más, y que ese día nos íbamos a ver como cualquier otro después de una discusión. A quien le importaba tu atraso, a quien le importaba el «taco» de tránsito, a quien le importaba todo eso… ahí estabas tu, frente a mi, tan hermosa como cada día que compartimos juntos…

…pero tu rostro ya venía diferente. Tus ojos ya no brillaban, tus labios no sonreían. No te alegraste al verme, ni corriste hacia mi. Ni siquiera me mirabas. Solamente caminaste, lentamente, y te paraste frente a mi, mientras yo moría por correr a ti y rodearte con mis brazos, y besarte una y mil veces sin cesar. Pero no; eso ya no ocurriría más.

-Hola.
-Hola… -te respondí.

Creo que jamás me dolió tanto un «hola». Creo que jamás senti una palabra más fría y vacía que aquel hola. Creo que tampoco me di cuenta cuando quedé totalmente indefenso y vulnerable ante ti, siendo que «se suponía» que era al revés. Creo que todavía no entiendo bien del todo que pasó… o en realidad, si lo entiendo, pero no me gusta «aceptarlo». No me gusta aceptar que solo fuí una etapa de transición, quizás muy importante, pero nada más.

Caminamos, uno al lado del otro, pero no como siempre: tu no sostenías mi mano, ni yo la tuya. De hecho, tus manos iban en tus bolsillos, y las mías decidieron imitarlas, pues estarían más protegidas. Caminamos mudos, o con monosílabos como mediadores, largas cuadras… sin mirarnos las caras, rodeados por el frío de la pena, el dolor y la tristeza. Pasamos de largo tu calle, y fuimos a aquella plaza donde por primera vez «salimos juntos». Nos sentamos uno al lado del otro, casi frente a frente, y hablamos… hablamos largo y tendido, hablamos de frío a tibio pero nunca quebrando el muro de hielo que nos separaba. Sin darme cuenta, sin pensarlo, sin siquiera tenerlo planeado o propuesto, desenvainé mi espada y quise ir a la lucha por nosotros una vez más; luché contra todo lo que tú ponías frente a nosotros, luché desesperadamente con el único anhelo de vencer y las cosas reparar… pero olvide un detalle muy importante:

Para ganar esa batalla, tu tenías que junto a mi luchar. Y eso no ocurrió, ni ocurriría más.

Tres palabras hicieron que mi espada se tornara el plomo más pesado en mis manos, y la dejara caer. Tres palabras, tras muchas otras, destrozaron mi escudo y mi armadura de una sola estocada. Tres palabras que se clavaron como tres dardos en mi corazón, fríos dardos de hielo que apagaron de golpe cualquier flama de ilusión que quedara aún encendida en mi interior. Tres palabras que no pude ni podré corresponder, porque para mi aquello que propusiste nunca podríamos ser. Y, con lo último de mi armazón de Caballero que aún quedaba sobre mi, caminamos nuevamente de vuelta a tu hogar, donde nos despedimos por última vez. Donde tantas veces nos despedimos esperando la próxima vez de vernos, de estar juntos, de abrazarnos y besarnos… ahora nos despedíamos para siempre, no con un «chao» sino con un adiós.

Y tras partir de aquel lugar, la sangre producida en mis heridas no se derramó como tal… sino que se convirtió en saladas y tibias gotas de lluvia que rodaron por mis mejillas a morir en un precipitado vacío, en los nudillos de mis manos, en cada paso que debía dar para a mi casa retornar. Un diluvio en miniatura nació de mi corazón, y tardó años en secarse por completo, para volver a la tranquilidad (aparentemente). Y en mi hogar, nadie dijo ni comentó nada. No era necesario. Donde las palabras sobraban, el silencio era compañía y comprensión.

Fué la última carga de aquel enamorado Caballero, que en esa ocasión, vió como aquel extenso tomo de tan hermosa historia de amor finalmente escribía su último párrafo, y cerraba con tres letras… tres letras significando «Fin», tres letras que también significaban retirarse y curar las heridas que hubieran quedado, tranquila y calmadamente. Tres letras que me llevaron al fondo, pero que a la vez, me entregaron nueva armadura, escudo y espada, para el minuto que los tenga que nuevamente portar, y luchar una nueva batalla; una donde todo sea nuevo, distinto, y con un nuevo motivo de lucha y entrega… pero esta vez, con más fuerza y experiencia que en la vez anterior.

Por todo lo anterior, solo quiero decirte que gracias… gracias por todo lo vivido, y por todo lo que, tras estos tres largos años, he llegado a aprender y madurar. Porque tanto el tiempo junto a ti vivido, como el que vino después, fueron pilares esenciales en este crecimiento de mi ser.

Alohran Leonheart.-

El Descanso de un Caballero.

julio 12, 2007
«Sin duda alguna, se combate mucho en esta vida.

Desde el nacimiento, comenzamos a luchar por valernos por nuestra cuenta. Creo recordar en lo más profundo de mi alma como mi cuerpo reaccionó al notar la pérdida del vientre materno como hogar y tutor, y tener que comenzar a valerme por mi propia cuenta. Lloré, grité y pataleé, pues eran mis únicas armas para luchar en ese momento. Así consegui alimento, cuidado, cariño y atención, a la vez que aprendí que abusar de mis herramientas no complacería más extensamente mis deseos, sino que me haría pagar mi mal uso con lejanía o «indiferencia» de mis padres, enseñándome desde los comienzos de mi vida, a respetar.

Ya un tanto más grande, debí combatir para ganarme un lugar en la sociedad y en el mundo actual. Probé dagas, cuchillos, arcos y espadas, probé tiros a distancia, combates cuerpo a cuerpo, ataques desde las sombras, y finalmente seguí el camino de un Caballero. Juré honrar mi espada, mi escudo y mi casta, asi como aplicar las enseñanzas aprendidas solo cuando fueran requeridas, y no por beneficio personal.

Viajé por continentes, ciudades, paises y cavernas, enfrenté los más intensos calores de las desiertas arenas hasta los más gélidos frios en las tierras de la muerte o las cavernas de alguna olvidada ciudad. Pise las más verdes praderas en el cielo y en la tierra y fui cubierto por los copos de nieve de las tierras más lejanas y esplendorosas, siempre combatiendo por mi vida, y por sobre todo, por mi gente, mi país y la Corona. La hoja de mi espada debió ser restituída o renovada tantas veces como combates enfrenté, y mi escudo debió ser pulido, desabollado y refaccionado tantas veces como me defendió. Y también porté en mis hombros una capa, compañera inseparable de las duras jornadas, cubriendo mi piel de los frios o del ardiente sol. De mi maestro recibí las mejores enseñanzas, así como la casi «ley» que guiaba su caminar: jamás bajar los brazos frente a lo que debas enfrentar. Su palabra fue ley en mi vida, e incluso en las peores circunstancias, incluso en la intimidad de mi soledad, jamás bajé los brazos y siempre estuve preparado para luchar.

O eso pensé, hasta cierto día.

El día que tus ojos se cruzaron con los mios, todo aquello por cuanto luché y luchaba pareció insignificante. El día que te vi sonreir, mi corazón estableció en sus raíces el asta de tu bandera y tu reino, y te coronó como su Monarca y dueña. El día que cruzamos las palabras en mis oidos como música estas resonaron y se impregnaron, y cuando finalmente besé tus labios sabía que había encontrado a quien todo guerrero busca: el ser amado. A tu lado aprendí a ver la vida más allá que solo combates, honor y gloria, aprendí a disfrutar de las estrellas, del sol y de la tarde, aprendí a escuchar en las brisas de la noche el susurro de tu silencio y en el brillo del sol el destello de tus ojos. Contigo fui ascendido sin ceremonia a Alto Caballero, por tu vida mi espada se volvió cien veces más certera, resistente y afilada y mi escudo mil veces más sólido, imbatible e impenetrable. Y también, desde que te conocí, viví las batallas más duras y dificiles que jamás imaginara en la vida: las batallas del amor, y por tu amor, contra quien o que se pusiera en nuestro camino. Contigo mis brazos se hicieron más fuertes y mi corazón más activo, y contigo las palabras de mi maestro tomaron mayor importancia, pues jamás bajaría mis defensas en pos de cuidarte y velar por protegerte.

Sintiéndome orgulloso de ser quien ya era, de haber encontrado finalmente el estandarte de mi lucha y la compañera de mis días, me presenté ante mi maestro una vez más y compartí con él mis experiencias y pensamientos. Me jacté indudablemente de mi eterna resistencia y de jamás bajar los brazos por ningún motivo, y siempre estar listo para el combate. Para mi sorpresa, el sabio anciano no solo no pareció alegrarse por lo dicho, sino que además me observó con un dejo de preocupación. «No te sientes cansado, muchacho?» me dijo, a lo que sorprendidamente respondí «Claro, maestro, como todo ser humano… pero eso no impedirá que mantenga mi guardia siempre en alto, sin decaer, para enfrentar cualquier hecho que pueda acontecer», buscando reafirmar mi postura, ganarme su respeto y además ser digno de su orgullo. El anciano sin embargo se levantó, salió del cuarto y estando a mi lado murmuró: «aun te falta lo más importante por aprender, mi joven guerrero; aun te falta conocer donde se encuentra el descanso de un Caballero».

Ante sus palabras no pude evitar sentirme muy frustrado. Volví a la batalla sin cesar y destrocé bestias, amenazas y guerreros de todo tipo sin dudar. Protegí a mi gente, a mi ciudad y los intereses de la Corona, y velé sin dudar por el cuidado de mi amada, mas aún el lugar por mi maestro mencionado no podía encontrar.

Las cosas siguieron igual, batallando día a día, intentando cuidar de ti y protegerte de todo cuanto mal pudiese haber, así las fuerzas ya parecieran abandonarme; te quise hacer sentir amada, protegida y valorada, y no dudé (ni dudaré) jamás en ser uno con mi espada, capa y escudo para protegerte, mi bienamada, a pesar que internamente las fuerzas las sintiera ya exhaustas y que no pudiese más. A pesar de ello, mis brazos no bajarían: yo debía dar más.

Y fue ahi, que tras la última batalla, te acercaste a mi lado y me abrazaste. Observaste mis ojos otra vez, y con tu dulzura, me desprendiste de mi arma y mi defensa, al igual que de mi capa protectora. En menos de un segundo quitaste de mi aquello que miles intentaron antes y perecieron en dicho intento, y tampoco me resistí. Para mi sorpresa, vestiste la capa sobre tus hombros, prendiste el pesado escudo a tu brazo y con algo de dificultad, pero no de determinación, blandiste la espada una vez más. Y durante el silencio de la noche, con las estrellas solamente observandonos, me recostaste sobre el tronco de aquel árbol que tantas veces nos cobijara con su sombra, y con tus brazos mi cuerpo rodeaste. Cubriste con la capa nuestras siluetas del frio, y pusiste el escudo frente a nosotros, listo para defendernos de cualquier cosa que pudiese venir; y a su lado, la espada estaba preparada para aliarse al escudo y la capa en la misión que en ese minuto ya realizaban. Sorprendido y algo estupefacto, sin saber que hacer, sentí que finalmente mis brazos comenzaban a caer. Ante el miedo o la preocupación de fallar en mi causa, tu beso me calmó, y tu voz en mi oido finalmente a mi temor calmó:

«Dejame ser yo, ahora, quien te cubra con la capa, te proteja con el escudo y te defienda con la espada, que por tanto tiempo para protegerme a mi y a tantas personas has portado, mas que sin darte cuenta no has permitido que de ti hayan cuidado»

Senti como mis brazos cayeron finalmente a tus palabras de ternura, amor y preocupación. Sentí también como, apoyado al lado de tu corazón, todo se hacía más tranquilo, más relajante y más pacífico. Como no me sintiese desde mi nacimiento, me sentí protegido y cobijado, y en tus brazos me quedé enredado, escuchando la melodía de tu corazón cantándome un dulce «aqui siempre estarás cuidado, y a salvo». Y entre tus brazos y tu corazón, embriagado de tu beso y de tu voz, encontré la respuesta a las palabras de mi maestro; no es en otro lugar, sino en el regazo de la mujer amada, que se encuentra El Descanso de un Caballero.«

Dedicado a tres personas muy especiales en mi vida, que sabrán inmediatamente quienes son al leer el presente texto, y que también saben cuanto los quiero y de que manera. Espero lo hayan disfrutado, al igual que todo aquel que se tome el tiempo en leerlo.

Saludos!